sábado, 16 de julio de 2016

Callejón del Aguacate, un rincón de leyenda coyoacanense




En Coyoacán radica una gran carga histórica, tanto por los personajes que han habitado en su territorio, como por diversos acontecimientos que dan cuenta de su memoria escrita en fachadas, edificios y callejones. Uno de ellos, el del Aguacate, es quizá el más famoso por la leyenda grabada en su silente y estrecho espacio.

Vayamos a la década de 1930. Ataviado con traje militar como su ocupación lo exigía, un hombre vivía en el callejón y todos los días a su regreso se percataba de la presencia de un niño que ahí jugaba. El pequeño, atraído por la vestimenta del oficial, solía seguir cotidianamente sus pasos, situación que no tardó en impacientar al militar hasta que un día, presa de su desesperación y enojo, golpeó al infante para después ahorcarlo en el árbol ubicado justo en la esquina del lugar.

Entonces nació la leyenda. Algunos dicen que el llanto del niño se escucha por las noches e incluso otros más aseguran que su rostro se dibuja en el tronco del árbol. También hay quienes relatan haber visto llorar a la virgen del altar postrado justo en la esquina o que en las noches de luna llena el callejón se estrecha para que los vehículos pasen a muy baja velocidad porque el alma del niño regresa a jugar.

Ante el escepticismo, lo único cierto es que el imaginario colectivo pudo haber alimentado la leyenda o quizá se trate de todo lo contario: un lamentable acontecimiento que hasta hoy día resuena en aquel rincón del barrio donde, dicho sea de paso, una especie de peculiar clima gélido envuelve el lugar y el ruido se vuelve escaso a pesar de la cercanía con la parte más concurrida de Coyoacán. ¿Se atreverían a visitarlo?

martes, 11 de noviembre de 2014

Panteón de San Fernando: arquitectura y arte funerario histórico



Aquí conviven políticos, militares, artistas y religiosos. Personajes de renombre, entre ellos Benito Juárez y Francisco González Bocanegra, habitan en este espacio que fue el más representativo de la arquitectura y arte funerarios del siglo XIX en México. En sus pasillos se respira una quietud que contrasta con el bullicio cercano de una de las principales avenidas de la ciudad y repasar los nombres de sus lápidas es también dar un vistazo a la historia del país desde un rincón de la gran urbe.

Ubicado en el número 17 de la calle San Fernando, en el Centro Histórico, el panteón que lleva el mismo nombre abrió sus puertas en 1832 como resultado de un decreto que prohibía las sepulturas en los atrios de los templos, pues antes las personas eran inhumadas en el interior de las edificaciones religiosas bajo el argumento de que era la mejor forma de llegar al cielo; sin embargo, esto ocasionó un espectáculo desagradable para los visitantes y el posible contagio de enfermedades, por lo que el entonces arzobispo de México promovió la idea de realizar los entierros en espacios abiertos.

Aunque pequeño en dimensiones, el Panteón de San Fernando era limpio y ordenado, contrario a las sepulturas que se realizaban dentro de los templos, y su fama fue creciendo al grado de convertirse en el más importante al recibir en sus tumbas a personas de la clase alta. Su administración y mantenimiento estuvo a cargo de los frailes fernandinos hasta que en 1859, como parte de las Leyes de Reforma, se decretó que debía pasar a ser propiedad del gobierno y más tarde, al ver que dicho lugar era la última morada de varios personajes importantes, fue declarado Panteón de Hombres Ilustres.

En 1872 recibió los restos mortales de Benito Juárez, lo que significó el último entierro del que se tiene registro, y en 1935 el Instituto Nacional de Antropología e Historia le otorgó el grado de monumento histórico. Posteriormente tuvo algunas remodelaciones y en 1977 pasó a manos de la administración del gobierno de la ciudad para finalmente, en 2006, abrirlo al público como museo de sitio.

Ignacio Zaragoza, Margarita Maza de Juárez y Mariano Otero, por mencionar algunos, fueron personajes célebres cuyos restos han permanecido en este panteón. Caso aparte y curioso resulta el de la bailarina Isadora Duncan, de quien existe una placa con su nombre a pesar de que nunca estuvo relacionada con México, pero que se sospecha fueron admiradores suyos los que la colocaron ahí a manera de homenaje.

Aquí la memoria va ligada a lo histórico y es visita obligada para conocer un fragmento de época, aquello que subsiste con el tiempo y es herencia permanente. El telón que separa del mundo por toda una eternidad.

domingo, 29 de diciembre de 2013

Cuicuilco: entre el pasado y la modernidad





Al sur del Distrito Federal, donde convergen el Periférico y la Avenida Insurgentes, se encuentra un sitio arqueológico que ha sobrevivido al crecimiento de la gran urbe. Rodeado de modernidad y el bullicio cotidiano, en su espacio envuelto por naturaleza podemos descubrir siglos de historia y una arquitectura con rasgos muy particulares.

Cuicuilco, palabra de origen náhuatl que significa “lugar donde se hacen cantos y danzas”, fue uno de los primeros centros ceremoniales de México cuyo origen su ubica en el año 700 a.C. Su pirámide circular, principal característica, se relacionaba con el culto a la muerte que tenían sus habitantes, ya que realizaban entierros múltiples de forma radial donde los cadáveres eran sepultados alrededor del basamento.

En su etapa más próspera, este lugar albergó a cerca de 20 mil personas cuyas actividades eran especialmente la agricultura, caza, pesca y recolección. Además, supieron aprovechar los recursos naturales que tenían a la mano: la cercanía con el lago de Xochimilco y bosques que les proporcionaban maderas, por mencionar algunos.

Sin embargo, la importancia de esta cultura sucumbió ante la naturaleza que se encargó de poner fin a su existencia cuando el volcán Xitle hizo erupción y los ríos de lava cubrieron la zona, por lo que sus pobladores tuvieron que dispersarse hacia Toluca y Teotihuacán. Así pues, solo quedó la herencia prehispánica que da cuenta del pasado para explicarnos un poco de nuestro presente.

Actualmente, también es posible visitar algunos sectores de lo que originalmente fue Cuicuilco en Villa Olímpica, Peña Pobre y el montículo de Tenantongo en el Bosque de Tlalpan. Al recorrer su espacio, la quietud es una experiencia única, porque a pesar de ubicarse en un punto medular de tráfico vehicular y gran cantidad de edificaciones, posee un toque especial que únicamente se contempla en lugares como este.

¿Una razón más para visitarlo? Los senderos naturales que muestran gran variedad de flora y fauna, así como el museo donde se exhiben piezas únicas. Al estar en contacto directo con la pirámide es posible comprobar su magnificencia, pues la vista en auto desde las avenidas cercanas nada tiene que ver con la que nos regala la del basamento circular.

Sin duda, Cuicuilco es una opción muy interesante para conocer dentro de la ciudad. Ahí se conjugan pasado y presente, lo antiguo con lo moderno. A lo anterior hay que sumarle la gratuidad para acceder al sitio. ¿Entonces cuál es el pretexto para no visitarlo?

sábado, 2 de noviembre de 2013

Noche de Muertos en Michoacán



Al caer la noche del primer día de noviembre, el ambiente purépecha se transforma y sus pobladores se ven inmersos en un acto ritual que es conocido a nivel nacional y más allá de las fronteras de México. Sonidos, olores y sabores han esperado 364 días en calma y hoy es su turno de despertar nuevamente. Personas van y vienen con flores entre sus brazos mientras las almas de los difuntos se disponen a regresar para convivir con sus familiares en la Animecha Kejtzitakua o Noche de Muertos.  

Es “el lugar que se tiñe de negro”, gobernado por Curicaueri, dios azul de las aguas o guardián del paraíso; el paso hacia el reino de los muertos a través del lago y la ciudad, según consideraban sus habitantes. Pátzcuaro, poblado ubicado en la zona lacustre de Michoacán, es referencia obligada si de la fecha de muertos se trata. En su territorio se encuentra la isla de Janitzio y ahí, en medio de un escenario natural único en el mundo, la muerte está más viva que nunca.

La cita cada año es puntual. Cuando el reloj marca las 10 de la noche, el lugar de reunión es el cementerio donde las llamas de las veladoras se confunden con el tono anaranjado de las flores de cempasúchil. Entonces el tañido de una campana, discreto, llama a las almas de los deudos para venir al encuentro de quienes los esperan en este espacio terrenal.

Con el cielo como techo y el frío que la cobija, a un costado, solitaria, una señora adorna humildemente la tumba de su hijo. Su nombre es Victoria y su historia, muy especial: ella vive en el Distrito Federal donde trabaja y cada año regresa a la isla únicamente para velar a su hijo en el panteón. “La fecha lo vale”, comenta, mientras coloca flores sobre la lápida y se cubre con su rebozo para menguar un poco la baja temperatura.

Un gran arco típico de esta celebración, ofrendas, rezos y el olor característico a incienso son los ingredientes indispensables para esta noche, pero el toque especial lo pone el ambiente de misticismo que esta fecha en el calendario trae siempre consigo.

Afuera del camposanto, desde un mirador, la vista hacia el lago es imponente y se observa el vaivén de las embarcaciones que transportan a los visitantes. Desde ahí, caminar por las serpenteantes veredas isleñas para admirar altares en las casas también resulta un ejercicio obligado. En una de ellas, adaptada también como restaurante, la señora Angélica me da la bienvenida con un atole blanco y buñuelos que hacen más cálida la noche. Su terraza regala un inmejorable paisaje, detalle que hace aún más atractivo el lugar.

Así transcurre el compromiso de cada año con los deudos, pero el desvelo exige descanso y el regreso es inminente. Atrás va quedando la isla y el ruido del motor de la lancha no cesa durante 20 minutos hasta llegar al embarcadero. Un cielo claro invadido de estrellas es la última postal que me guardo en la memoria y mis pasos se alejan de este pueblo mágico. “El próximo año será otra vez”, me digo, pues para celebrar la vida nada mejor que acudir a la fiesta de la muerte.