sábado, 2 de noviembre de 2013

Noche de Muertos en Michoacán



Al caer la noche del primer día de noviembre, el ambiente purépecha se transforma y sus pobladores se ven inmersos en un acto ritual que es conocido a nivel nacional y más allá de las fronteras de México. Sonidos, olores y sabores han esperado 364 días en calma y hoy es su turno de despertar nuevamente. Personas van y vienen con flores entre sus brazos mientras las almas de los difuntos se disponen a regresar para convivir con sus familiares en la Animecha Kejtzitakua o Noche de Muertos.  

Es “el lugar que se tiñe de negro”, gobernado por Curicaueri, dios azul de las aguas o guardián del paraíso; el paso hacia el reino de los muertos a través del lago y la ciudad, según consideraban sus habitantes. Pátzcuaro, poblado ubicado en la zona lacustre de Michoacán, es referencia obligada si de la fecha de muertos se trata. En su territorio se encuentra la isla de Janitzio y ahí, en medio de un escenario natural único en el mundo, la muerte está más viva que nunca.

La cita cada año es puntual. Cuando el reloj marca las 10 de la noche, el lugar de reunión es el cementerio donde las llamas de las veladoras se confunden con el tono anaranjado de las flores de cempasúchil. Entonces el tañido de una campana, discreto, llama a las almas de los deudos para venir al encuentro de quienes los esperan en este espacio terrenal.

Con el cielo como techo y el frío que la cobija, a un costado, solitaria, una señora adorna humildemente la tumba de su hijo. Su nombre es Victoria y su historia, muy especial: ella vive en el Distrito Federal donde trabaja y cada año regresa a la isla únicamente para velar a su hijo en el panteón. “La fecha lo vale”, comenta, mientras coloca flores sobre la lápida y se cubre con su rebozo para menguar un poco la baja temperatura.

Un gran arco típico de esta celebración, ofrendas, rezos y el olor característico a incienso son los ingredientes indispensables para esta noche, pero el toque especial lo pone el ambiente de misticismo que esta fecha en el calendario trae siempre consigo.

Afuera del camposanto, desde un mirador, la vista hacia el lago es imponente y se observa el vaivén de las embarcaciones que transportan a los visitantes. Desde ahí, caminar por las serpenteantes veredas isleñas para admirar altares en las casas también resulta un ejercicio obligado. En una de ellas, adaptada también como restaurante, la señora Angélica me da la bienvenida con un atole blanco y buñuelos que hacen más cálida la noche. Su terraza regala un inmejorable paisaje, detalle que hace aún más atractivo el lugar.

Así transcurre el compromiso de cada año con los deudos, pero el desvelo exige descanso y el regreso es inminente. Atrás va quedando la isla y el ruido del motor de la lancha no cesa durante 20 minutos hasta llegar al embarcadero. Un cielo claro invadido de estrellas es la última postal que me guardo en la memoria y mis pasos se alejan de este pueblo mágico. “El próximo año será otra vez”, me digo, pues para celebrar la vida nada mejor que acudir a la fiesta de la muerte.

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